Una
de las emociones más intensas que puede sentir el ser humano es el miedo: el
miedo a lo incomprensible, a lo desconocido, a lo anormal, a otro ser humano...
Este sentimiento, activa mecanismos de defensa en el cuerpo –producción de
adrenalina- que hacen que los sentidos estén más alertas y las reacciones sean
mucho más rápidas para actuar en defensa propia. Por otra parte, al miedo están
vinculadas las ideas de dolor y peligro; ambas desagradables y nada aprobadas
por los códigos sociales.
No
obstante, estas ideas pueden tener un efecto contrario al comúnmente aceptado
pues cuando estas son incitadas por alguien que es externo a nosotros –convirtiéndonos
en observadores- el dolor se convierte en algo sublime, reconfortante y placentero.
Por esa razón, se dice que las ideas de dolor son más potentes que el mismo placer.
Esta afirmación convierte al ser humano en un ente que se regocija cuando presencia
el mal exterior.
Una
de las piedras angulares del terror y lo macabro, tanto en el cine como en la
literatura, han sido los niños. Ellos, generalmente, son un signo de pureza y bondad;
sin embargo, la “creatividad” humana los ha convertido en verdaderos mensajeros
de lo demoniaco, cambiando su pureza por maldad y su bondad por crueldad. El
símbolo de la niñez se ha trastocado
tanto que utilizar a niños en escenas de terror es muy típico para causar
miedo, tanto así que si llegaras a escuchar la risa de un niño, en una noche
oscura, podrías sufrir un gran susto.
Ahora,
contextualizado el escenario actual de los niños utilizados como entidades
maléficas, podemos emplear la Estética
del Horror de Lovecraft para analizar un filme latinoamericano llamado Abel,
donde el ejemplo de lo inconcebible está latente. Abel es un niño de nueve años
que está interno en un hospital psiquiátrico a causa de su extraño
comportamiento. Cecilia, su madre, está segura que lo mejor es que él regrese a
casa; es así que convence al doctor para que deje salir a Abel por una semana,
tiempo en el que se intentará probar que no es necesario transferirlo a un
hospital en la Ciudad de México. Al llegar a casa, Abel adopta comportamientos
extraños y cree que es el esposo de Cecilia y el padre de sus hermanos. No
obstante, su verdadero padre, después de dos años de ausencia, regresa a casa,
lo que produce que Abel recaiga en sus crisis.
No
podemos negar que Abel, en la estructura narrativa, causa emotividad en el
espectador, ya que –desde el principio- se siente empatía con su condición. No
obstante, sus comportamientos responden a la estética del horror pues no duerme, se marca su piel y se lastima a
él mismo; sin embargo, el clímax de lo anormal se manifiesta cuando Abel cree
que es el esposo de su madre –Edipo- y el padre de sus hermanos.
Comportamiento, que para la sociedad es inaceptable y retorcido, aún más si está
en la mente de un niño.
En
definitiva, es horrendo y nada concebible que un niño (símbolo de sensibilidad,
ternura y pureza) sea quien causa dolor a los demás, genere miedo,
incertidumbre, horror y desconcierto. Nadie entenderá cómo un niño puede querer
poseer a su propia madre y, pueda creer que es el padre de sus hermanos.