13 de octubre de 2012

La matanza de Tlatelolco, como hito de la contracultura mexicana

La década de 1960 se caracterizó por una latente inconformidad materializada alrededor de los movimientos sociales. La sociedad civil, especialmente los estudiantes universitarios, reaccionaron ante diversos elementos sociales considerados aberrantes, por ejemplo, la guerra, el racismo, la inequidad social y la opresión de las masas. Estos movimientos se caracterizaron por convocar grandes marchas pacíficas, pues creían que así se conseguiría un cambio en la sociedad. 

Al analizar este proceso social en retrospectiva, se puede precisar que el inicio de estos movimientos se sucedió en 1967 en Berkeley, pues aquí un grupo de estudiantes –en su mayoría de clase media- inició un revuelta contra la discriminación de las minorías, en particular de los negros; el reclutamiento para la Marina, y contra los efectos de la guerra de Vietnam sobre los vietnamitas y sobre la juventud norteamericana.

Desde este instante, estos movimientos fueron conocidos como contracultura, ya que fueron grupos que marcaron la desobediencia social y que tenían como precepto el rechazo a la política y la cultura propia de su país. Frente a esto, el autor Fernández Buey enuncia que la contracultura se centró en la crítica radical de la ciencia y lo tecno-científico, pues se buscó vivir mediante el comunitarismo. También hubo una fuerte atracción por el misticismo y por las religiones orientales; finalmente, se desplazó a la razón pues lo fundamental eran los sentimientos y la imaginación.

Latinoamérica también se caracterizó por ser la cuna de grandes movimientos contraculturales como el Neofeminismo, la Unidad Popular en Chile y los No Peronistas en Argentina, todos ellos inmersos en la dinámica de la lucha por conseguir la igualdad social, y el discurso de oposición contra la represión de los gobiernos. Entre todos estos movimientos cabe destacar a los generados por la juventud mexicana y, a su vez, uno en especial que tuvo un final fatídico que le concedió un lugar en la historia.

En aquella época, la juventud mexicana fue etiquetada como “rebelde sin causa”; es por esto que tuvieron que buscar maneras de demostrar su descontento social, es así que lo que rompía con la ley y los valores sociales se convirtió en el blanco de ataque. La contracultura fue evidente -con la misma fuerza- en otros ámbitos, por ejemplo, la música y el consumo de drogas. 

En el ámbito musical, el Rock fue el género que dominó los preceptos de la contra cultura en todo el mundo. En México, se adoptó este estilo sumándole la tendencia hippie de promulgar “amor y paz”; con esto se formaron los grupos conocidos como Jipitecas. Al mismo tiempo, un cantautor conocido como Chucho González impone la canción “Yo no soy rebelde”, la cual se convirtió en el himno de la juventud mexicana.  
A partir de esto, el movimiento rockero creó el festival “Rock y Ruedas de Avándaro” emulando al “Woodstock” en Estados Unidos. El evento convocó alrededor de 300 mil personas e incluía la presentación masiva de bandas de rock mexicano y una carrera de autos. No obstante, como fue de esperarse, las autoridades reprimieron este evento, pues suponían que esto causaría alboroto en la localidad; además, se sumaron los medios de comunicación, pues en su discurso enunciaron que este evento era un acto degenerativo hacia la sociedad mexicana, misma que estaba en crecimiento y no toleraría que los hippies y el uso de drogas provocaran un declive en este avance. 

En este punto, la represión hacia la juventud cada vez fue más violenta. Tanto así que el 2 de octubre de 1968, a pocos días de los Juegos Olímpicos, se produjo la matanza de Tlatelolco, donde el Gobierno de Gustavo Díaz Ordaz liquidó a sangre fría alrededor de 500 jóvenes universitarios mexicanos que marchaban por reclamar sus derechos como estudiantes. El motivo de esta marcha fue que semanas antes el presidente ordenó al ejército ocupar el campus de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El ejército detuvo y golpeó indiscriminadamente a muchos estudiantes.

La explicación oficial se centró en culpar a los manifestantes, pues se dijo que los mismos estudiantes iniciaron el tiroteo, por eso el ejército respondió en defensa propia. Este acontecimiento fue difundido por los medios en todo el mundo diciendo que la masacre se produjo por un enfrentamiento entre los estudiantes y el gobierno, una manera de encubrir las órdenes oficiales.

Este hecho propició que la juventud mexicana fuera vista como una maraña de delincuentes y en consecuencia, las bandas de rock y los jóvenes tuvieron que desligarse aún más de la sociedad y convertirse en entes invisibles, pues el miedo a la represión violenta se acrecentó. Era tal su necesidad de expresarse que crearon espacios para refugiarse (aquí se suscita el inicio de la época Underground) conocidos como Hoyos Funkies, donde se promovía la cultura, el descontento y la anarquía contra una sociedad que debía agitarse para cambiar.

La matanza Tlatelolco fue una de las pruebas más fehacientes de lo que propició el movimiento contracultural mexicano, la represión violenta de los gobiernos en contra de la rebelión pacífica como manera de conseguir cambios y equidad social. En definitiva, este acto de violencia no tuvo sustento alguno. Puede decirse que el miedo de un gobernante al ver que el “pueblo” puede luchar contra él y terminar con su mandato lo obliga a actuar inconscientemente. Además, es rescatable y aplicable a nuestra época la elección de la juventud mexicana, ya que ellos –con sus propios medios- buscaron la manera de presentar su descontento al convertirse en actores de este proceso militante de reorganización social; en cambio, ahora los jóvenes somos conformistas, pasivos… no somos capaces de demostrar nuestro descontento y actuar para conseguir un cambio.

10 de octubre de 2012

En un reino bien cercano…



En un reino bien cercano, existía un gobernante muy letrado, buen mozo y molestón. Cierto día, se levantó y decidió investigar cómo se encontraba el flujo de oro de las arcas de los caballeros, “fieles” guardianes y protectores de la ciudad. Dicha pesquisa demostró que existía un excedente de oro y diamantes. Por lo tanto, el gobernante decidió embestir estas riquezas para repartirlas entre sus partidarios y sus buenas obras de vialidad. Como era de esperarse, esta acción enfureció a los caballeros, quienes a escondidas planearon una estrategia para enfrentarse al soberano y recuperar el oro que les fue arrebatado.

En ese preciso momento este pequeño reino, cobijado entre montañas y protegido por su cielo azul, se trasformó en territorio hostil. El rumor, el miedo, la violencia, los atracos y la muerte rondaban las calles por donde transitó –con calma- el soberano. El pánico se propagó pues se decía que los “fieles” caballeros no protegerían más al reino. La gente se resguardó y los ladronzuelos hicieron de las suyas. El caos se apoderó hasta del aire y desplazó a la ya olvidada tranquilidad de ese día.

El gobernante, valiéndose de su gran inteligencia, pensó en una estrategia de combate que respondiera eficazmente a la insurrección de los guardianes; finalmente, supo que su verborrea le concedería la victoria. Salió de palacio y cabalgó hasta la base de los caballeros. Al llegar, no pudo utilizar palabra alguna pues los caballeros, tan talentosos en el ejercicio bélico, lo capturaron. No obstante, el resguardo personal del soberano entró en escena, lo rescataron y llevaron a un “lugar seguro”, espacio que fue rodeado por los insurrectos, atrapando al gobernante.

Al ver este escenario, los paladines fueron al rescate y batallaron contra los caballeros. Ambos bandos sufrieron bajas pero no se liberó al gobernante, que medio moribundo, aclamaba justicia y libertad. Esto motivó al pueblo, simpatizantes y opositores, a salir a las calles para demandar que se liberara o exterminará (de una vez) al soberano. Este episodio llegó a ser tan escabroso que mensajeros de otros reinos venían a enterarse de lo sucedido. Finalmente, los paladines lograron su cometido y, en breves momentos, el gobernante llegó a su palacio y tan buen mozo como siempre finiquitó este asunto librándose de culpa y sentenciando a los caballeros a castigos y deshonras frente al pueblo.

1 de octubre de 2012

Los Cuatro Mosqueteros, denuncia y arte



A partir del siglo XX, en todo el mundo se planteó una nueva forma de hacer arte, la cual respondía a la concepción de revolución, es decir, una oposición de ideas que buscaron irrumpir en lo establecido. La finalidad de esta insubordinación ideológica fue encontrar una voz propia que sirva como forma de expresión contra los dogmatismos que regían a la sociedad de aquella época.

A partir de los años 60, en Ecuador se produce un cambio cultural importante que se manifestó en los movimientos de vanguardia, cuyas raíces se asentaron en las nuevas corrientes de pensamiento como el Socialismo, representado en la Revolución Cubana; a esto se sumó un deseo latente de dejar de ser un país subdesarrollado. Todo este sentimiento se expresó en un conjunto de obras que rompían con la percepción de estética de los artistas ecuatorianos, los bellos paisajes y los retratos fueron reemplazados por figuras amorfas y dibujos irónicos que buscaron representar una sociedad putrefacta, en donde el eje central del arte era exteriorizar la repulsión hacia la realidad. 

En este contexto entró en escena el grupo conocido como Los Cuatro Mosqueteros, compuesto por Nelson Román,  José Unda, Washington Iza y Ramiro Jácome. Sus obras se caracterizaron por presentar nuevas tendencias en lo que respecta a la representación del ser humano, donde los cuerpos sin rostros, sin órganos, compuestos solamente por huesos, eran el conjunto visual que expresó una existencia vacía, sin propósito y llena de angustia. La finalidad de su arte era imponer una cultura de la resistencia basada en la intelectualidad como una forma de oposición a la violencia de la sociedad. 

Para que toda esta carga representativa calara en la comunidad de la época, en 1970, los artistas recopilaron sus obras más representativas en una anti bienal, llamada “La Ruptura del Yo Individualista” que fue realizada en contra del "Salón de Julio" en Guayaquil. En esta exposición los asistentes pudieron darse cuenta de que el arte como estaba concebido había cambiado, en el sentido de que ya no se representaba lo bello, sino lo “feo” que muchas veces permanecía oculto o no quería ser expuesto. Mediante lo anti estético se logró expresar el rechazo hacia la sociedad inequitativa, injusta y autoritaria. Si bien el trasfondo de la obra fue claro, el contenido no llegó a ser comprendido por la gente que no estaba familiarizada completamente con el mundo de lo pictórico. 

En este punto, es importante mencionar que Mario Vargas Llosa es acertado al señalar que el arte debe tener un fin y trasmitir algo. En este caso un sentimiento de denuncia o inconformidad social. El mensaje debe tener la facultad de transmitir lo que el artista quiere expresar mediante los símbolos que coloca en su obra. Estos deben tener la capacidad de llegar a cualquier tipo de público; lo que significa que no se debe hacer “arte por arte”, pues esto nos conduce a masificar las ideas, un mecanismo que le quita el aura a la producción artística, degenerando al arte.